No era si quiera parecido a lo que me imaginaba. El salón de música como el resto del edificio se veía descuidado y desordenado. Mis breves experiencias previas con el Instituto no habían sido para nada satisfactorias. Y ahí estaba yo, con el cuaderno entre los brazos como la niña que se oculta detrás de su oso de peluche favorito. El maestro me indicó sentarme al frente y rápidamente descubrió mi voz media.Saqué la guitarra de su estuche y traté (torpemente) de seguir los acordes del resto de la clase. El maestro se mostró duro y exigente conmigo lo que, lejos de desagradarme, fue una grata y bienvenida sorpresa. Así en esas cuatro horas aprendí que no soy tan diestra en estos menesteres como lo pensaba, que el talento no nos llega por gracia divina o por herencia (por lo menos en mi caso) sino que se perfecciona a base de práctica, de constancia, de dedos amoratados y técnicas de solfeo que le confirman a mis vecinos que definitivamente la que escribe se ha vuelto loca.
Me hace feliz esto de la música. Ojalá se me hubiera ocurrido inventarla a mi.
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